Yo creo que todo esto me ocurrió gracias a que hacía mucho tiempo que estaba desempleada. Una, en esos casos, siempre desespera. Y quiero dejar bien claro que mi situación se extendió a varios meses, no por cuestiones de mala voluntad, porque ya casi llevaba un año buscando y buscando en vano. La culpa es de este país tercermundista y pobre, donde las pocas oportunidades son siempre para los que ya nacen privilegiados. Aunque también tengo que admitir que en un principio, había descartado algunas opciones no tan malas, y simplemente porque que no me gustaban y porque no tenían nada que ver con mi vocación artística. Yo había pensado en un comienzo, que el trabajo debía ir acompañado del gusto. Ahora pienso que eso era tremenda ingenuidad, porque, por algo Dios castigó a Adán en el libro del Génesis, diciéndole que tenía que trabajar para ganar el pan. De acuerdo, no soy creyente. Pero la persona que escribió eso, inspirada por vocación religiosa o no, ya tenía las cosas mucho más claras que yo, hace varios cientos de años atrás. Pero finalmente, pasó, y justo cuando comenzaba a desesperar: vi un aviso en un periódico. Era un poco extraño, pero rezaba que estaba muy necesitado de personal para una tarea rural, al aire libre, y no especificada. Decía que el aspirante debía dirigirse a una oficina donde sería asesorado.
Generalmente no pienso demasiado cuando se presenta una oportunidad en este tipo de circunstancias y eso ha sido siempre un error. Soy egresada de la Universidad de Bellas Artes. Lo mío nunca fue el rubro rural, pero al menos, consideré, el paisaje podría ayudarme en la inspiración en mis horas libres y así podría pintar otra vez. La depresión de estar sin empleo me había vaciado la creatividad y necesitaba un cambio.
El edificio al que tenía que dirigirme no quedaba lejos. En tan solo unos minutos de viaje en ómnibus estuve ahí. Recuerdo que la oficina era inmensa y había demasiada gente. Me pregunté por qué nunca antes había reparado en ese lugar. Una enorme arquitectura en medio del centro, donde uno pasa todos los días. Llegué a la conclusión de que las ciudades, aunque pequeñas, tienen mucha información y uno por lo general pasa de un lugar al otro sin mirar lo que tiene a sus costados. Tiene sus sentidos totalmente apabulla-dos y la mente repleta de preocupaciones. El interior de estas oficinas estaba todo decorado en diferentes matices de verde. Es bastante usual que yo me fije en cada lugar al que entro, en la decoración y en los colores, pero esto me llamó decididamente la atención. No estaba segura de si me era agradable o no, solo que tanta monocromía era inquietante. Le empresa se llamaba EL VERDE, por supuesto y en un cartel había un eslogan que declaraba: «Verde que te quiero verde...» Sabía que se tendrían que estar refiriendo a un poema, pero no podía acordarme del autor. En ese contexto parecía hasta una ironía de mal gusto.
En frente del mostrador había una larga fila de desesperados como yo. Rostros lánguidos, largos, tristes, pálidos. Encontré que la cara de quien nos entregaba los boletos era sospechosa. Es que entre tantas personas al borde del suicidio, su sonrisa y su amabili-dad eran un insulto. Debí darme cuenta de que algo andaba mal cuando noté que al igual que todos los que realizan negocios sucios, además de ser súper simpático, hablaba demasiado. Al llegar, me dio un boleto de ómnibus y me dijo lo mismo que a todos los que estaban delante:
—Hola, buenas tardes. ¿Cómo estás? Aquí tienes. Parten mañana. A las 7 en punto tienen que estar en la puerta de esta oficina. ¿Alguna duda?
Tenía unos 40 años, pensé (el señor, yo no, en ese entonces era bastante joven y crédula). Tenía el pelo claro, pero no supe decidir si era canoso o muy rubio. Era un poco abundante en carnes. Sus ojos eran verdes, como su vestuario. Sus dientes, de un matiz ama-rillento pero que no llegaba a ser desagradable. Parecía un extranjero y el rosado de sus rechonchas y lisas mejillas atenuaban la monocromía del lugar.
—Pero debe haber un error —protesté— no vine por un boleto de ómnibus, vine por el aviso de trabajo.
—Claro, pero es que van al lugar, les hacen una capacitación, los ponen a prueba...
—¿Sin entrevista? ¿Qué es lo que tenemos que hacer?
—Bueno, yo solo reparto los boletos, no puedo saber más nada, solo que van al interior del país y allí supongo serán entrevistados como tú dices —el «tú» empezó a generarme fastidio— y después se dispondrán a trabajar un poco en el lugar... será el tipo de trabajo típicamente rural —sospeché que el individuo nunca había visto el campo ni en la tele.
—Con quién puedo hablar, sino...
—No tengo la menor idea. Pero allí está la sección INFORMES...
En efecto, hacia mi derecha estaba dicha sección. Había una inmensa fila frente al pobre rostro a quien le correspondía atender al público. Así que le dije:
—No, déjelo así. Me enteraré cuando llegue —después de todo el boleto era gratuito.
Más tarde comprobaría que mi falta de paciencia iba a ser el error más grande de mi vida.
No dormí casi esa noche. Tuve un inquietante sueño en el que una marea verde me aprisionaba y asfixiaba.
El chofer tampoco me gustó. Era más viejo que el gordito de la oficina y también sospechoso, pero de una manera más obvia. Para empezar, no tenía el vientre abultado de los choferes. Era muy delgado y alto. Además pálido y demacrado, sus pómulos no eran de este planeta y tampoco hablaba nada. No llegó nunca a ser descortés, pero sí demasiado silencioso, excepto cuando pareció reprocharme que no estuviera vestida de verde como el resto. No había mirado a los demás así que no estaba segura de si era cierto. Observé que sus movimientos eran automáticos. Cuando me cortó el boleto y me lo devolvió me di cuenta de que nunca había reparado en el papelito. Era un boleto verde. No figuraba ninguna otra cosa más que la fecha, la hora, y el nombre de la empresa. Me pareció extraño que no tuviera la parada, ni el destino. Por un leve momento tuve miedo de que el destino fuera uno solo y en un solo sentido. Qué tal si nos raptaban y nunca regresábamos. Pero claro, yo miraba demasiadas películas, quizás. La línea de ómnibus tenía el nombre de la empresa, y efectivamente adentro era todo de un color verde pasto. Por fuera, por dentro, los asientos, bañados en verde, el piso, todo. A la gente le pareció fantástico, era algo así como viajar entre la naturaleza hacia la que nos llevaban. O a lo mejor lo fingían para que vieran que eran buenos trabajadores, de esos entusiastas y conformes con todo. Una real estupidez porque no había ningún empleador a la vista. De pronto noté que los pasajeros iban también efectivamente de verde. Todos. Estuve un rato pensando en eso y entonces recordé que el gordito de la oficina me había dicho, rápido en un grito que hacía el intento por remediar un olvido:
—Recuerde que tiene que llevar vestimenta verde. Hasta que le encontremos un uniforme.
No sé por qué había olvidado eso. Tal vez porque suelo tener mis reticencias en torno a esta obligación social de estar uniformado. Recordaba haber vaciado mi ropero tratando de elegir qué ponerme, descubriendo que ninguna de mis prendas se había revelado de ese tono. Creo que estaba de bordó y blanco.
Cuando me senté en el asiento que me correspondía, la señora cuarentona que iba a mi lado me dijo:
—¡Eh! ¿Por qué usted no está de verde?
—No tengo ropa de ese color.
—Pero, muchacha, estamos a prueba. Parece que ni quisieras conseguir el trabajo. A veces hay que hacer esfuercitos. Yo tengo cuatro hijos, casi ni comimos en una semana para ahorrar la plata para comprarme este vestido. Es usado, pero supongo que sirve.
—¿Pero por qué tenemos que estar todos iguales? Además, señora, trabajar de vestido no es cómodo.
—Lo importante no es estar cómodo, sino cumplir con las reglas.
—Absurdas... —dije yo y ella me lanzó una mirada durísima. Esa que hacen las madres para reprender a sus hijos desobedientes.
—Todavía no sabemos lo que vamos a hacer. Yo tengo la esperanza de que me pongan a cocinar. Supe ser asistente de chef cuando las cosas en el país eran diferentes, claro. ¿Cuál es tu rubro?
—Bellas artes.
—Ah, pero mirá qué lindo...
Era lo que siempre decían. Cuando uno se dedica a las artes es siempre lindo. Nunca feo. Tampoco interesante, o complicado, o necesario, trabajoso o importante. Lo que dijo a continuación también me lo han dicho siempre:
—Debe ser difícil vivir de eso... —Yo sabía que ese de tipo de comentarios también encerraban la opinión de que había elegido algo equivocado, aun sabiéndolo.
—Sí.
Luego me hice la que me disponía a dormir para evitar más conversación. Pero la señora no se dio por aludida y empezó a realizar una narración y una descripción de su vida. De cómo se había casado con un dentista y de las veces que habían bromeado con que él, venía a arreglarle los dientes careados a los que con-sumían tanto sus tortas y dulces, porque en esa etapa, antes de trabajar en un restaurante cuatro estrellas, era repostera y confiera y además delgada y con un cuerpo maravilloso, que ahora era muy difícil de adivinar. Luego ambos habían subido de peso como ocurría en todo matrimonio y después con la crisis la gente había dejado de ir a restaurantes y otros de arreglarse los dientes y entonces vinieron los problemas económicos y la bebida. Él no tenía la culpa, pero su madre le había dicho que lo mejor era deshacerse del borracho inútil. Además la había golpeado en más de una ocasión. Era una lástima que él cambiara tanto, porque los niños lo extrañaban. Finalmente, había terminado por criar cuatro hijos varones ella sola, y empecé a dormirme en serio cuando comenzó a hablarme de cada uno de ellos...
Para peor, el ómnibus parecía desplazarse a una velocidad de 5 kilómetros por hora. Se iba más rápido trotando. Pronto todos tomamos una siesta y el ánimo de la gente fue el que se genera cuando se está de excursión: sin ningún nervio o apuro. A mí, por el contrario, me tenía desesperada tanta incertidumbre y tanto insistir con el verde. Pero de pronto, para mi alivio personal, noté que la señora estaba dormida. Había cambiado su cháchara interminable por ronquidos, que eran casi lo mismo. Así que pasados unos cuantos kilómetros, ya adentrándonos en la tranquilidad del campo, decidí intentar disipar mi mal humor, observando el paisaje casi distraídamente a través de la ventanilla. A los costados de la carretera comenzaba la Nada. Esa nada verde, que es nuestro campo, a veces salpicada de vacas: una allá, otra más acá, otra, a lo lejos. De a ratos me ganaba de nuevo el pesimismo y me daba por preguntarme cómo carajo podían haber dejado tanto espacio improductivo en este país. Cuánto latifundio con tanta gente desempleada. Tal vez esta extraña empresa venía a tratar de remediar el problema. Me pregunté por primera vez qué producirían.
—Parece que el rubro tiene que ver con el turismo —dijo un señor pelado en algún momento.
De pronto la lluvia se precipitó, con todas sus ganas, a contribuir con mi tedio. Después de un rato aminoró, pero la humedad persistía en su maldita costumbre de ablandar todo aquello que toca con sus dedos pegajosos. Mientras, seguía mirando por el vidrio empañado de la ventanilla y aprovechaba para dibujar sobre el vidrio, dejando pasar lentamente mi desganado dedo índice. Comprendí que a veces el verde y el gris no se llevan. De a poco y a medida que avanzábamos, la espesura de lo verde comenzó a adueñarse de todas las cosas, incluyendo lo gris. Ya no se retenía ni el menor atisbo del cielo, ni del asfalto de la ruta. Todo estaba tupido, como en una selva.
—¿Estamos en una selva? —dije en voz alta. Todos habían estado dormidos hasta ese momento y se sobresaltaron al oír mi comentario. Alguno profirió alguna clase de improperio que consideré dejar pasar.
—Estamos en el destino —dijo el chofer— Pero nadie se baje, quédense en su lugar. Ya recibirán órdenes.
No me gustaron varias cosas: que hubiera que seguir órdenes, que ese fuera el destino, que todos obedecieran, recordar que Uruguay es un país con muchas zonas rurales, pero no selváticas.
—¿En qué país estamos? —pregunté.
—En Uruguay, muchacha, ¿dónde más?
Era todo muy obvio para los demás. Hacía mucho tiempo que no viajaba a las zonas del interior, así que tal vez con el calentamiento global las cosas hubieran cambiado.
Me perturbé cuando empecé a no notar mucho la diferencia entre el exterior y el interior. Tanto verde con tan poca luz era un problema.
—¿No pueden encender una luz acá atrás? —manifesté.
—Pero qué desubicada. Primer día de trabajo y ya reclamando cosas. Esa no va a durar nada, —dijo una voz. No sé si la misma del anterior improperio vulgar.
—Además no está de verde —observó otra muchacha como yo pero más conservadora y metiche.
—Eh, ¿por qué no estás de verde? —dijo otro. Decidí no contar todo de nuevo y resoplé, derritiéndome en mi asiento.
De pronto, aburrida de la situación, me puse a mirar el techo del ómnibus, y me pareció que veía ramas, que se apoderaban de él, desde el lado de adentro, y que también lo envolvían, como haciendo una especie de capullo. Sintiéndome muy nerviosa, me puse a intentar percibir mejor el lugar donde nos encontrábamos y al dirigir mi mirada hacia la ventanilla, divisé una pierna desnuda que se apresuró a esconderse entre unos arbustos. Con sorpresa y horror, vi que también era verde. De pronto, muchas piernas y muchas manos verdes se veían camufladas de entre la reminiscencia de la lluvia, los árboles y pastos. Hasta hacía un momento, mi vista, no tan acostumbrada a tanta monocromía, no lo había notado, necesité horas para empezar a distinguir tantos verdes como los blancos de los esquimales. La cuestión es que entre las innumerables plantas, surgían unas manos que eran desmesuradamente grandes y arrastradas con indolencia, y también percibí unos ligeros pies. Las caras desdibujadas en la distancia no eran del todo humanas, pero se asemejaban bastante. Todos se mostraban muy habilidosos, cuando afanosamente trabajaban en algo que no alcancé a entender ni distinguir.
En el ómnibus, reinaba el silencio total. Podía oír los golpes acelerados que ejecutaba mi corazón en el pecho. Y a sentir el sudor frío en la nuca. Comencé a intentar explicar lo que estaba viendo, pero en la locura de mi situación, solo alcancé a emitir unos ininteligibles aullidos. Lo que quería expresar era que éramos presa de un ataque alienígena. Pero los demás viajeros estaban ahora inmóviles. Ninguno reaccionó, ni siquiera se volteó para verme. Tenían los ojos muy abiertos, como mirando algo que estaba lejos. A lo mejor estaban todos en estado de shock. Realmente no era algo que yo pudiera solucionar.
De afuera, a pesar del vidrio empañado, podía observar a los sujetos, desnudos, todos verdes, con sus manos gigantes, yendo de acá para allá. De pronto, una de las caras se acercó tanteando mi vidrio, como inspeccionando el objeto, y ahí grité. Que quería salir, que quería zafarme. Esas caras: caras que no eran caras, y eran todas verdes. Eran horrendas, sin pelo, sin nariz, de ojos muy pequeños y separados. No tenían labios pero sí colmillos... No obstante habían sido caras una vez. Tenían que haber sido humanos. Los colmillos comenzaron a hacerme pensar que nuestras vidas estaban en peligro. Sin embargo, no hacían nada, no se mostraban hostiles, sino algo curiosos, y casi invariablemente continuaban con su tarea, ignorándonos, caminando por encima del mismo vehículo y arrastrando sus instrumentos de trabajo. Cuando alguno se detenía movido por la curiosidad a olfatear lo que había dentro, (como ese que se acercó a mi ventana) un látigo les golpeaba la espalda y los devolvía a su labor. En ese momento dejé de sentir miedo y sentí pena. A lo mejor en lugar de querer devorarnos solo pedían ayuda o advertían sobre algo. Claro que a uno, cada vez que ve monstruos de otro planeta, siempre se le ocurre pensar mal.
El tiempo pasaba, sentía de pronto unas piernas pesadas caminar por el techo del ómnibus, subir, bajar, algo que se arrastraba. Sonidos todos de trabajo. Pero dentro del ómnibus nadie desesperaba, nadie quería irse, nadie salía de su estúpido trance. El silencio reinaba por completo. Me pareció que ya era algo exagerado, entonces tomé el brazo de la señora de al lado. Pensaba sacudirlo, para ver si reaccionaba, pero una horrible sustancia viscosa y verde que segregaba su piel me repelió. Todos los pasajeros estaban igual, untados en esa mucosidad. Limpiándome la mano en el pantalón, me acordé del chofer y decidí ir hasta donde estaba para pedirle auxilio, una explicación o para ofrecerme a ayudar. Me acerqué lentamente cuando escuché su voz, pero su voz era otra, y estaba en un idioma que no entendí y conversaba con otra voz, que más bien era muchas voces a la vez. Me coloqué en un lugar en el cual no pudieran verme y espié: el chofer venía hacia los asientos. Pero ya no era el chofer: el verde le había tomado la cara, las manos, los brazos, todos los trozos de piel que pudieran verse. Su cara no era una cara. Lo único que persistía como rasgo reconocible era el par de exagerados pómulos.
Absolutamente espantada vi cómo despertaba a los que estaban en trance, entes que minutos antes eran humanos, pero ahora eran esas cosas verdes. Intenté no desesperar, miré hacia el asiento de la que había viajado conmigo: demasiado tarde. Ahora sentía pena por la señora.
Abrí la puerta y escapé. Hacia dónde, no sabía, pero corrí por donde me pareció más despejado. Sonidos de insectos o cosas por el estilo se despertaron a mis espaldas. Y tuve la sensación de que me perseguían. Pero no podía distinguir nada entre tanto verde. En un momento giré mi cabeza para ver lo que dejaba atrás: las gentes verdes y calvas salían del vehículo, se despojaban de sus ropas y del resto de sus cosas y tomaban herramientas, otros seres verdes pero que parecían un poco más evolucionados les decían mediante aullidos a dónde ir. Me estaba alegrando por no ser uno de ellos, y de pronto noté que me equivoqué al subestimar su inteligencia y la perfección de su sistema. Una de esas tremendas manotas se aferró a mi hombro derecho, y sentí la descomunal fuerza de esas bestias trabajadoras. Una voz que pareció ser algo así como de una mujer-insecto, salió de esa boca inmóvil:
—Debes retornar a tu sector —carraspeó, mientras me señalaba un árbol y me daba un balde y un pincel. Con pintura verde.
—¿Y con esto?
—Tenés que pintar todo de verde —dijo, pero en su idioma raro. Eran solo unos sonidos inarticulados, pero los entendí.
—Pero ya está todo verde.
—Ese es tu trabajo.
—¿Y los demás? ¿De qué trabajan?— Me miró como si no entendiera por qué quería saber eso.
Bueno, por lo menos era pintora. No podía estar tan mal. Tal vez los otros trabajos fueran peores. Algunos tendrían tareas tales como recoger las heces y cosas así. Porque siempre hay uno que tiene que recoger las heces y es mejor que no le toque a uno y muchas veces, cuando las cosas se ponen muy, muy mal, lo que hago es acordarme de individuos como estos. Luego el monstruo me empujó hacia el árbol y me señaló unas hojas en la copa que estaban marrones.
—¿Y a esto cómo subo?
Me miró con una cara muy inexpresiva, que sin embargo manifestaba que ese no era su problema.
Me puse a pintar el tronco, que era verde, pero juzgué que no lo suficientemente. Al menos me daría tiempo para pensar en un plan. Y sin darme cuenta, estaba trabajando.
Con el correr de los días, me entusiasmé mezclando diferentes matices de verde. Uno para el tronco, otro para el pasto, otro para diferenciar plantas. De vez en cuando recibía un latigazo:
—¡Más rápido! —decía el látigo. Y a veces:
—Con ese verde, no.
Yo consideraba que tendrían que estar satisfechos con mis iniciativas, tenía ideas de nuevas tonalidades que enriquecerían el cuadro del lugar que quería ofrecérseles a los turistas. Bueno, no sabía si eso era lo que estábamos haciendo, pero decidí que lo era. Preparábamos el campo o la selva o lo que fuera para cuando vinieran extranjeros. Y solo porque necesitaba darme una explicación a lo que estaba haciendo.
Pero a mis superiores no le gustaba que fuera creativa, había órdenes que cumplir, el verde lo proporcionaban ellos. Había algunos colores que no me gustaban, dije, un día, pero me silenció un látigo.
No hablaba con nadie, lo había intentado, pero creo que mis compañeros no me entendían y por lo general solo querían hablar de lo que habría para cenar o de cuántas horas faltaban para terminar el primer turno. Terminé desistiendo, pero porque también cada vez que te veían conversar, había látigo.
No descansábamos casi nunca, solo para comer dos veces al día. Nos daban alguna sustancia que tenía la consistencia de la carne, y que era algo dura, en realidad no podía asegurar que fuera realmente carne. Y luego a dormir. Es lo que pasa cuando el horario es cortado. No iba a poder inspirarme en el paisaje y pintar artísticamente como había planeado. Además el único color que había era el verde y ya no me permitían mezclar. Solo pintar. La rutina comenzó a exasperarme y también la mujer insecto me estaba alterando los nervios, dado que me vigilaban cada vez más.
Pero llegó el día en que me pegó tanto que se pasó con el látigo, y a través de las heridas, descubrí que a pesar de que mis piernas y brazos habían cambiado, hasta ser tan verdes como los de los demás, mi sangre seguía siendo roja. Al menos tendría dos colores para pintar.
Tomé mi sangre con el dedo índice, como si fuera pintura. Realicé un rostro feliz en un tronco de un árbol, lo mejor que pude. Después seguí trabajando. Al rato, muchos de mis compañeros comenzaron a asomarse y a emitir alaridos. Señalaban el tronco y a mí. Al principio creí que alababan mi obra de arte, pero luego me fui dando cuenta de que estaban llamando a la superiora. «Margaritas a los cerdos», pensé.
Cuando vino la mujer, profirió unos sonidos que daban a entender que no iba a tener comida por dos días. Y que de seguir así, podría yo misma transformarme en la de los demás.
—¿Cómo...?
—¿Y vos qué te creés que les damos de comer?
El castigo era atroz. Inhumano. El que desobedecía se convertía en plato de comida para sus compañeros. Y yo que me había preguntado qué había pasado con algunos a los que había visto rebelarse antes. Todos desaparecidos, sin explicación. Pero a pesar del descubrimiento, estaba feliz, porque yo los había insultado. Había descubierto una manera de romper las reglas.
A instancias del hambre, empecé a alimentar ideas en mi mente. Hasta que una tarde, me dirigí a un sector muy lejano, bastante solitario y tupido y llamé desde ese lugar a mi capataza. Nos podía oír desde kilómetros. Vino volando con sus alas viscosas de murciélago. Que yo no tenía, claro. Y ahí cometí el crimen. Tenía dudas al comienzo, pero de todos modos lo intenté. Mientras todavía se hallaba volando, la derribé asestándole el cubo de pintura en el rostro. Me las ingenié para matarla con unas lianas y después llené el cubo nuevamente con su sangre.
Al otro día, la selva amaneció roja. Aproveché para extender mi expresividad creativa. Todo ese tiempo había estado bloqueada, pero ahora se me habían ocurrido muchas cosas. Arte realista, arte abstracto, impresionismo, cubismo, todos los ismos posibles. Simplemente eché a volar la imaginación y el pincel. Dibujé una historia de hombres azotados por otros hombres.
Enseguida se armó conflicto: aullidos, sollozos, risas, violencia. Cuando llegó otro capataz a ver qué era lo que ocasionaba tanto desorden, dio a entender que daría beneficios a quien me atrapara sin vida: y raciones extra de comida no eran desdeñables cuando se pasaba hambre. Es que sabían muy bien que la mejor manera de controlar a un ser humano es tenerlo siempre al límite en sus necesidades físicas básicas. Y así empezaron una persecución frenética e incansable otra vez. Corrí desesperadamente y logré trepar a un árbol. Varios días de práctica para alcanzar las copas me habían hecho ágil.
Fue como desaparecer para ellos. Pasaron los días, me alimenté de la lluvia y de las frutas del árbol. Vi cómo limpiaron la selva. Cómo todo comenzaba a ser normal y verde de nuevo. Se cansaron de buscarme, de odiarme, de hablar de mí, se olvidaron de lo ocurrido y se restablecieron los horarios de trabajo otra vez.
En algún momento mientras duró mi escondite, empecé a delirar de fiebre. Hasta tuve una pesadilla. En ella estaba en un edificio, todo gris, tenía un despertador y que levantarme todos los días a la misma hora. Después caminaba sin ganas por una ciudad también gris hacia unas tareas que odiaba, en una oficina minúscula, con un jefe absolutamente detestable. Me oí a mí misma gritar aterradoramente y eso me despertó. Temí que mi grito fuera escuchado por los otros también y que me encontraran, pero fue amortiguado por el capullo que me envolvía. No sabía cuánto tiempo debía de haber permanecido dormida dentro de él. Desesperadamente, comencé a destrozarlo. Me sentí como en esas películas de vampiros, en las que tienen que salir de su propia tumba.
A la luz, comprobé que seguía siendo verde. Pero descubrí que a partir de entonces tendría alas, de esas horribles que parecen de murciélago y son, además pegajosas. Como las de la capataza. Alas al fin y al cabo. Cuando pasaba eso usualmente a uno lo subían de rango y le daban un látigo. Lo que también significaba más raciones de comida. La expectativa al principio, debo confesar que me fue realmente tentadora, pero simplemente decidí que no era lo que quería para mí. Extendí las alas, las dejé secar y luego torpemente, me inicié lejos de allí.
Entonces hace tiempo que vuelo de un lugar a otro. Vivo de lo que encuentro, pinto y escribo. Para mí misma o para quien encuentre lo que hago. Para no sentir la soledad y no perder aquellos resabios de ser humano. A la ciudad en semejante estado es impensable retornar. Se armaría un escándalo, tal vez me buscaran para matarme, disecarme, ponerme en un museo. No podría hacerles entender nunca que soy un ser humano. Así que tengo pensado vivir en las montañas, o en un desierto. En cualquier lado donde no crezcan árboles, ni plantas, ni pasto.
Del libro 10 relatos de una mujer placard. Año 2016.