domingo, 25 de junio de 2017

Apuntes para la recuperación de la literatura fantástica de María Inés Silva Vila

(La Generación del 45 en ocasión de la visita de Juan Ramón Jiménez. De izquierda a derecha, parados: María Zulema Silva Vila, Manuel Arturo Claps, Carlos Maggi, María Inés Silva Vila, Juan Ramón Jiménez, Idea Vilariño, Emir Rodríguez Monegal, Ángel Rama. Sentados: José Pedro Díaz, Amanda Berenguer, Zenobia Camprubí, Ida Vitale, Elda Lago, Manuel Flores Mora.)


No soy especialmente alguien que se dedique a publicar sobre lo que lee, pero tengo el agrado de poder decir que después de un año de insistencia, la autora María Inés Silva Vila, una lamentablemente olvidada de las letras nacionales, salió elegida como libro del mes en #Clubdelectura.uy (un club que se desarrolla en Casa Inju, del cual hablaré en otra oportunidad), lo cual significó que por lo menos 30 jóvenes la conocieran, la leyeran y se reunieran a discutir sobre su obra.
Con el impulso que me da ese motivo quiero generar un espacio para destacarla, aunque sea breve y desprolijamente (pido disculpas de antemano por no hacer los procedimientos académicos que por lo general merecen los acercamientos a autores de esta índole), con el propósito de generar más lectores de su obra y de hacerle un poco de justicia.

Va un poco de información para aquellos que no la conocen:

Perteneció a la generación uruguaya del '45 (1927-1991) y La mano de nieve, el libro del que quiero hablar, fue el primero, escrito con veintipocos años y publicado en 1952. Luego le vendrían otros, también de cuentos, agregándose novelas, anécdotas y ensayos: Felicidad y otras tristezas (1964, cuentos), Salto Can Can (1969, novela), Los rebeldes del 1900 (1971, ensayo) y 45 por uno (1993, crónicas sobre la generación del 45).
Actualmente es extremadamente difícil conseguir su obra en las librerías.

Como muchos saben, su generación es aquella en la que irrumpen las mujeres narradoras y estas triunfan por primera vez. Antes de Armonía Somers, de Giselda Zani (otras olvidadas) y María Inés, más que nada en Uruguay hay poetas consagradas (la única excepción de mujer narradora que se hiciera conocer antes fue Clara Silva). A saber solo tenemos a Delmira Agustini, María Eugenia Vaz Ferreira, Esther de Cáceres y Juana de Ibarbourou, todas dedicadas mayoritariamente a la lírica.

Otra cosa MUY importante: los cuentos de María Inés desconciertan, pero quizás ya estemos acostumbrados a eso por culpa de Julio Cortázar, por eso no hay que dejar de mencionar que ella escribió este tipo de literatura fantástica antes de que Cortázar se hiciera conocido en nuestro país, por lo que no lo había leído todavía, lo que afirma aún más su carácter original y pionero. Una clara influencia que ella sí siempre señala es la del uruguayo Felisberto Hernández, con quien se vinculó personalmente y que fue, dicho sea de paso, una inspiración también para Cortázar mismo.

Como algunos ya saben, Ángel Rama, el crítico de la generación del '45, estudió la evolución de la literatura y llegó a la conclusión de que más que nada hasta ese momento, en términos de narrativa había imperado el realismo, y que los casos de literatura fantástica eran raros (es decir excepcionales, acuñando un término ya usado por Ruben Darío en 1896), por lo que rotuló a algunos autores de esa manera. “Raros” son Lautreamont, Quiroga, Felisberto, Armonía y María Inés. Más adelante, se agregarían nombres como Mario Levrero.

Hoy por hoy esta literatura fantástica, rara, absurda  y onírica es ya una tradición, pero creo que es bueno aclarar que esta autora es de las primeras.

Recibió algunos elogios y premios en su momento, pero claro, no es una literatura “fácil” y fue dejada pronto en el olvido. Tenemos que decir que su condición de mujer ayudó mucho a esa desaparición de su figura literaria (cabe cuestionarse por qué en Uruguay tienden a desvalorizarse las narradoras frente a las poetas, miren sino los peldaños de la Biblioteca Nacional).

SU LITERATURA:
Más que nada han dicho muchos otros que se trata de una prosa poética y de literatura de creación de “ambientes”. Vale más que nada por su lirismo y búsqueda de lo estético. A veces ese ambiente fantasmagórico, esa “neblina” es protagonista por sobre la narración, es decir, lo que cuenta la historia. Se instala un clima poético, pero también no olvidemos, muy psicológco.

El ámbito de lo femenino, la situación de la mujer, era algo muy poco explorado en aquel entonces, la crítica no la entendió muy bien (Mario Benedetti se disculparía algunos años después por malos comentarios que le hizo y terminaría por aceptar su ignorancia).

Es una literatura de lo no dicho, el lector debe completar, rellenar mucho, y los temas que más se tocan además de la situación de la mujer, son: la opresión, la soledad, la incomunicación y la muerte.

En general recurre a las estrategias típicas de la literatura fantástica, que mencionara tanto Borges: el doble (o triplicado, como en el caso de El espejo de dos lunas), saltos en el tiempo y los ámbitos oníricos o surreales. Predomina la narradora en primera persona (muy común en la literatura de “los raros”, gran heredera de Franz Kafka), que a veces parece configurarse en una especie de “alter ego” de la autora. Es casi siempre alguien que reconstruye recuerdos desde una distancia que nos hace dudar de su fidelidad y enviste todo de un extrañamiento.

María Inés es una autora perfeccionista, hace un arduo trabajo lingüístico y uno tiene la sensación de que ninguna palabra fue dejada al azar y es más, que nada sobra, aunque tal vez, sí falte, generándose una agradable sensación de incertidumbre poética a ser disfrutada por quien quiera aceptar el reto.

ME DETENGO EN ALGUNOS CUENTOS DE LA MANO DE NIEVE:

El espejo de dos lunas: aparece la narradora interna que recuerda a sus tres tías solteronas que eran “igualitas” en un ambiente de austeridad, de rectitud, de silencio, de rutina, de espera de la muerte. Pero ¿Qué tanto de lo que recuerda ella sucedió o es realmente producto de una deformación por exceso de imaginación? La atmósfera extraña se instala tal cual en los cuentos de Felisberto Hernández, desde la mirada de una joven imaginativa que necesita rellenar la realidad con fantasía para hacerla más interesante.
Las tías son muertas en vida, solteronas solitarias. Quizás hable de la homogeneización de la mujer en su proceso de creación de identidad.

El mirador de las niñas: Es mi preferido. El mismo tipo de narradora que en el cuento anterior. El mundo de lo masculino, el del padre y de los amigos que aloja en su casa, aparece como misterioso, alejado, vedado para la mujer. Algo incomprensible, impenetrable y prohibido. Las mujeres en los cuadros del pintor Cazel son mujeres colocadas allí, inertes, para ser miradas (cabe destacar que hay un referente real de ese personaje: Raúl Javiel Cabrera, o "Cabrerita", cuyas acuarelas de niñas impresionaran a María Inés. Esto lo explicar en 45 por uno) . 
¿Es acaso la única función que le corresponde a la mujer en sociedad? ¿Ser un objeto bello que da placer a la vista? (Esto tiene clara conexión, tal vez, con otro cuento de otro libro: Felicidad). Otro elemento se hace evidente: esas mujeres allí pintadas son niñas, como el ideal impuesto: puras, castas, dependientes, débiles, obedientes y silenciosas. Finalmente, la mujer verdadera, Angélica, la joven y frágil sirvienta muere, exactamente igual que una de las figuras plasmadas en los lienzos. ¿Será una lectura demasiado feminista decir que la sociedad machista ahoga, mata, el verdadero ser de la mujer? Probablemente se intuya también, una relación fetichista entre el pintor y la sirvienta, una violación y un asesinato. Llama poderosamente la atención, la negación del hecho en el entorno de la chica, que es acusada de tergiversar, por parte de sus padres, de ser demasiado imaginativa.
Un tema todavía necesario y en boga. 

                                       Una de las niñas que pintara Cabrerita

La mano de nieve: da nombre al libro, porque es, su eje vertebrador: LA MUERTE. Una narradora interna nuevamente, observa una procesión y parece reflexionar sobre todas las veces en las que estuvo próxima al fin de la vida. Siempre pareció tenerla cerca y es más, entenderla de mejor modo que los demás. Al final del cuento, una vuelta de tuerca: la muerta es ella. ¿Siempre comprendió a la muerte, como si intuyera que moriría joven? ¿Tal vez de nuevo se nos introduce la idea de que a veces la vida puede ser igual que la muerte, igual de vacía? ¿Habrá estado muerta siempre? ¿No será que al morir, sus recuerdos cambian y todo lo relacionado a la muerte parece ahora, mucho más claro? Un texto de “atmósfera” que quizás podría clasificarse, más que como narración, como una hermosa poesía en prosa.

Una pluma de pájaro: es un juego de intertextualidades con Alicia a través del espejo y La Cenicienta. Un cuento sobre mujeres solas y atrapadas que, cuidando ancianas, esperan el rescate por parte del príncipe azul. La fiesta aparece como vía de escape a una vida monótona. Me fascina la posible simbología del abanico y las plumas. El abanico de plumas es un elemento anticuadísimo, muy femenino, de mujer de “antes”. Es negro, de luto y recuerda a las plumas de un cuervo. Es como la anciana que en cama, se niega la vida. Quizás la idea de la muerte y la conciencia de la decrepitud, de lo efímero de la vida y de la proximidad de la vejez persiga constantemente a la protagonista, obsesionándola. Viendo que la juventud se le escapa, intenta volar, ser libre, pero se desprenden de sus alas, irónicamente, plumas de muerte.

Como dije, es solo una aproximación breve y personal, apenas unos “apuntes”. El libro tiene otros cuentos:
Último coche a fraile muerto, La muerte tiene mi altura y Mi hermano Daniel. Varias características de las antes mencionadas se reiteran: el entorno misterioso, la presencia de la muerte, la reflexión sobre lo privado e íntimo femenino y familiar, quizás siendo el más diferente de todos Último coche a fraile muerto, con protagonista masculino y visto desde una tercera persona, agregándose saltos en el tiempo y desconcertantes giros oníricos.

Una autora intelectual y sensible, delicada y original, que necesita verdaderamente ser sacada a la luz, para poder mostrar sus penumbras.






viernes, 3 de febrero de 2017

¿Qué es la Literatura fantástica?

La decisión de adentrarme en un tema sobre el ya que se ha escrito y comentado tanto, obedece a la simple necesidad de divulgarlo y esclarecer algo que parece estar tan en boga, pero no comprenderse realmente.
La literatura fantástica es el subgénero que elegí para desarrollarme como escritora. Los que ya han ido a las presentaciones y me han oído hablar, saben que para mis relatos, la fuente es casi invariablemente la misma: el mundo de lo onírico, más específicamente de mis propios sueños y pesadillas. De ahí que lo encontrado en mis relatos, tenga atmósfera irreal, ilógica, absurda.
Ahora bien, otro concepto aparece a veces en la mente de quien me oye: Surrealismo. No es totalmente erróneo. Tomar el mundo de lo no lógico (infancia, locura, sueños), como tema para el arte, es algo que se hizo incluso antes del surrealismo, pero que estos vanguardistas desarrollan, explicitan y propugnan. De acuerdo: leí el Manifiesto Surrealista de Bretón ochenta veces de atrás para adelante y no puedo negar esa influencia. Pero, como me dijo Fabián Muniz, colega y crítico que me ayudara en la primera presentación de mi libro de cuentos, estos no son surrealistas, sino fantásticos y tengo que coincidir con él, porque la relación a la que invito al lector, con mis textos, es más propia de este tipo de literatura, que invita a un juego de interpretación, y no la de la vanguardia, que busca provocar, sacudir, destruir tradiciones estéticas e inventar desde cero. Estoy lejos de esa pretensión.
Hablar de literatura fantástica en los tiempos que corren es un problema porque es un concepto muy “manoseado”, que ha tendido a desdibujarse. La literatura tiene su nomenclatura, es decir, su jerga profesional propia, pero como también es un arte que está “al alcance de todos”, su argot no se respeta lo suficiente, dando lugar a confusiones. La idea de escribir esto es acercar a quienes gustan de leer, al correcto uso de estos términos.
¿Por qué es necesario? No es purismo ni celos de profesional, sino una confianza en que el uso exacto de algunos conceptos, ayuda a posicionarse como lector y a entender lo que se nos está comunicando. El escritor tiene un tipo de lector en mente, es decir un lector implícito y le pide que entre en determinado juego que no es siempre el mismo y que este debe comprender. Y ya sabemos que cuando uno entiende, disfruta.  
No soy una gran teórica, no soy crítica, no me dedico al ensayo, esto es apenas una divulgación, por lo que no voy a recurrir a demasiadas citas de autoridad, simplemente porque no existen en mi cabeza, pero sí las necesarias para que no se entienda que los términos usados son de diseño propio y subjetivo. Apenas comentar que para iniciarse por este camino es crucial Tzvetan Todorov y su libro Introducción a la Literatura fantástica. Es un libro fácil de seguir, no es necesario ser un docente de literatura o un egresado en letras para darle una leída, porque está planteado desde una forma muy didáctica, como también pretende ser este trabajo.
Veamos cómo se usa el término “fantástico” o mejor dicho “fantasía”, en el imaginario colectivo: he de suponer que, para la mayoría de las personas, sucede que nos adentramos en él cuando hablamos en cine, literatura, comics, de la existencia de elementos que para nuestro mundo conocido, son sobrenaturales.
El problema con esto es englobar a muchas formas de trabajar lo No Real (término que vamos a preferir para sustituir lo que definimos recién), que funcionan de diferente manera y le piden al lector, una conducta también diferente.
Hay quienes, para definir esto, incluso no usan la palabra “fantasía”, sino “ciencia ficción”. Creo que este término es todavía menos acertado.
Vayamos a Todorov que es la autoridad del tema. Él distingue varias formas de relación con lo sobrenatural en los textos: la literatura fantástica, la maravillosa, la extraña (o insólita), y la poética o alegórica (es decir, simbólica). Agreguemos a esto, otros subgéneros que él no trabaja, como el realismo mágico (que, siento decepcionar, pero no abordaré), la ciencia ficción o los discursos utópicos (o distópicos que son los que abundan ahora, en estos momentos de cruda decepción), que tienen su tradición desde Utopía de Tomás Moro, en adelante.
La mayor parte de los que creen consumir Literatura fantástica actualmente, en realidad, si seguimos la terminología correcta, estaría en realidad leyendo literatura de lo maravilloso. Dice Todorov: “En el caso de lo maravilloso, los elementos sobrenaturales no provocan ninguna reacción particular ni en los personajes, ni en el lector implícito”. Es decir, una vez que abrimos el libro y comenzamos a leer, entendemos con comodidad, que el mundo que se nos muestra, se basa en otras reglas diferentes al mundo en el que nos movemos usualmente. Los personajes están rodeados de magia o de elementos o criaturas, que para ellos, forman parte de su cotidianeidad. Cuando un personaje ajeno a ese mundo, cruza el umbral, también termina aceptando que está en otro lugar diferente del que provino. A menudo los protagonistas son seres humanos comunes y corrientes que hacen ese traspaso y viven el proceso de automatización de la magia, conjuntamente con el lector (Harry Potter, Las crónicas de Narnia). “Por lo general se vincula el género de lo maravilloso al cuento de hadas (...)” (Todorov). Inicialmente, lo atractivo de este tipo de literatura, es adentrarse en la imaginación, evadirse de lo conocido, imaginar lo que no existe, lo que no vemos, lo que no está. La magia misma, los objetos, las criaturas, y la aventura, pasan a tomar el protagonismo y se roban toda la atención del lector. Ahora: hay escritores que van más allá de esto y trabajan más artísticamente el lenguaje, otros que fusionan con la utopía/distopía, otros que proponen interpretaciones simbólicas, pero por lo general, el lector se sienta cómodamente en su sillón, a dejarse arrastrar por ríos de palabras mágicas.
 
Vamos al segundo tipo de literatura no realista y dejemos para el final el que nos interesa, por ser el más complejo y difícil de captar. Hablemos de lo extraño. Este subgénero puede fácilmente confundirse con el fantástico, pero nunca con el maravilloso. En él, estamos en nuestro mundo conocido, pero, de pronto, irrumpe una anormalidad. Los personajes sufren incertidumbre, se sienten incómodos, el lector también. Se ha presentado un misterio. Si tanto el escritor como el lector “(...) decide que las leyes de la realidad permanecen intactas y permiten explicar los fenómenos descriptos, decimos que la obra remite a otro genero: el de lo extraño”. Sobre el final, tenemos el alivio de la respuesta a lo insólito que hemos presenciado. Puede ser una excepción a una regla, un caso raro de encontrar, pero no desafía las leyes científicas que conocemos. El ejemplo de manual es El almohadón de plumas de Horacio Quiroga. El lector puede, durante la incertidumbre, idear posibles respuestas, pero el escritor será el que finalmente dará la única que es posible. De nuevo, podemos disfrutar del misterio y de su resolución o también ver si esa anomalía no nos quiere representar algo más. Quiroga sugiere mucho en el cuento como para que pensemos que es solo eso, y ahí el enorme bicho del almohadón es en realidad la tristeza, la decepción, la frialdad de la relación de pareja. Estamos dándole al cuento insólito, una interpretación alegórica o simbólica que lo enriquece.
Este subgénero ya plantea una incomodidad desde el inicio y no tolera lectores ansiosos. Por eso es, quizás, menos popular que el género de lo maravilloso y podemos decir que sugiere un juego muy similar al de la novela policial.

Sobre la ciencia ficción no creo que sea necesario citar mucho, los que la transitan seguido han entendido que generalmente los elementos no realistas que aparecen, son solo formas más avanzadas de la ciencia que conocemos o alternativas. A menudo pide el mismo tipo de lector que la literatura de lo maravilloso y muestra a veces todo un mundo con una tecnología más avanzada y diferente (Un mundo feliz de Aldous Huxley, la saga La fundación de Isaac Asimov), otras, la aparición de un solo objeto (La máquina del tiempo, El hombre invisible de H. G. Wells). La diferencia es que ha ocurrido que los escritores imaginen hechos tecnológicos que luego efectivamente en un futuro no tan lejano, ocurren (como Edgar Allan Poe y la máquina de jugar al ajedrez o el viaje a la luna o Franciso Piria en El socialismo triunfante, que menciona el aire acondicionado, la energía solar, los teléfonos celulares y automóviles apenas a fines del siglo XIX), por lo que parece más real que los subgéneros anteriores.
Hoy por hoy es casi una rareza encontrar textos de ciencia ficción que además no planteen grandes preguntas o denuncias al sistema económico y político que rodea a su escritor. Por eso algunos señalan ciertas obras como ciencia ficción/distopía. Es interesante preguntarse lo diferentes que somos de la era Renacentista, cuando surgen los discursos utópicos por primera vez con Moro, una era en la que el hombre tenía fe en el cambio, en el poder humano para idear mundos que lo hagan feliz. Utopía deriva posiblemente del griego οὐ ("no") y τόπος ("lugar") o εὖ ("bueno" o "bien") y τόπος ("lugar"). Es decir, un lugar que no existe y es un buen lugar, pero, que desde lo que se proponen los escritores, con esfuerzo y revolución, es posible. En la actualidad, estamos rodeados de distopías, o antiutopías, de lugares indeseables que se parecen mucho al nuestro. Y a veces los héroes prosperan y en otras solo intentan sobrevivir (1984 de Orwell, Los juegos del hambre de Suzanne Collins, más atrás, Los viajes de Gulliver posee ambos, utopías y distopías, pero Swift las hace complejas dese su irónica mirada).

Entonces, si todo esto no es literatura fantástica, ¿Qué lo es? Se estarán preguntando. Volvamos a Todorov: “En un mundo que es el nuestro, que conocemos, sin diablos, sílfides, ni vampiros, se produce un acontecimiento que no puede explicarse por las leyes de este mundo familiar. Quien percibe el acontecimiento debe optar por una de las dos soluciones posibles: o bien se trata de una ilusión de los sentidos, de un producto de la imaginación, y las leyes del mundo siguen siendo lo que son; o bien el acontecimiento tuvo lugar realmente, es una parte integrante de la realidad, pero entonces esta realidad está regida por leyes que nos son desconocidas”. Eso es la literatura fantástica: la posibilidad de la opción. El escritor nos deja solos, enfrentados a lo que no se puede explicar. El lector debe entonces salir del sillón verde y trabajar. Pensar, encontrar soluciones. O no, porque como decía Borges: “Los enigmas siempre son mucho más importantes que las soluciones". La literatura fantástica pide lectores que se sientan cómodos al adentrarse a lo desconocido y no se frustren ante la idea de que lo inexplicable, está ahí, a la vuelta de la esquina. Las interrogantes y reflexiones que se deslizan desde lo fantástico, son mucho más importantes que la solución misma. Uno se cuestiona el mundo que habita y completa, con su imaginación, el texto, con un sinfín de posibilidades. Julio Cortázar propone esto en muchos cuentos, generalmente los de manual son Continuidad de los parques (casi un Manifiesto) y Casa Tomada.
No hay muchos lectores que disfruten de la literatura fantástica. Para poder hacerlo hay que entrenarse en ella, recorrerla mucho y poner la mente a trabajar. Cuando uno hace eso, llega a las mismas conclusiones de Borges. Como no puedo encontrar el texto donde él mismo lo explicita (quienes me conocen saben que tengo el enorme defecto de no leer a Borges de forma completa, siempre caigo a mitad de sus ensayos y cuentos), cito en realidad a Emir Rodríguez Monegal: “Al examinar la literatura fantástica encuentra Borges cuatro grandes procedimientos que se presentan desde los primeros tiempos y que permiten al creador destruir no sólo el realismo de la ficción sino la misma realidad. Ellos son: la obra de arte dentro de la misma obra; la contaminación de la realidad por el sueño; el viaje en el tiempo; el doble”.
Fabián me preguntó en cuáles de mis cuentos creía yo que usaba esos procedimiento y creo que es un ejercicio interesante, pero que, he de confesar, había aplicado en los cuentos de otros, nunca conmigo misma. Es difícil esto de ser escritor y analizarse a sí mismo. A veces se descubre lo que no se quiere descubrir.
En cuanto a la escritura de la literatura fantástica, es un desafío sin lugar a dudas. ¿Cómo colocarse en ese camino medio entre revelar lo suficiente para que algo del mensaje se entienda, pero no lo demasiado como para permitirle al lector su propia lectura? Adolfo Bioy Casares (una eminencia en el subgénero), a veces pecó de querer explicar demasiado. Otros, como Armonía Sommers, María Inés Silva Vila (poco leídas y comprendidas) Mario Levrero, Poe o Cortázar mismo, de no explicar nada y dejarnos con sensación de extravío.
No es fácil encontrar a los lectores preparados para este tipo de lectura, sobre todo cuando elijo mezclar fuentes de inspiración surrealistas, con la estructura del cuento fantástico (perfectos cuentistas a citar como mis principales influencias son Poe y Quiroga), con la lectura simbólica. Es decir que me propongo que lo sobrenatural onírico, tenga además un sentido abstracto, representado en una figura estética no real y que esta hable de lo que nos compromete a todos en nuestra sociedad y en nuestra psiquis. Me interesa que la literatura diga sobre los problemas reales, y tenga un compromiso con el mundo, pero sin abandonar lo que importa en todo arte, que es el modo de decir estético. Por lo que además de encontrar mi inspiración en los sueños, sí, también hablo de personas que conocí y situaciones que oí, o viví o presencié. La literatura fantástica tiene y (y creo que debe tener) su relación con la realidad. Debe ser un cachetazo de realidad que despierte al adormecido. Un encuentro que genera tensión.
Me han preguntado por la autorreferencialidad y lo único que puedo decirles es que esta únicamente se halla en la fuente de inspiración (es decir, son pesadillas que me ocurrieron a mí). Pero que no se puede saber nada de mi biografía a través de mis cuentos, sobre todo cuando me distancio tanto de mis personajes, como para poder construirlos desde mis vagas nociones de lo que son trastornos psicológicos tan conocidos como el obsesivo compulsivo, la depresión, la paranoia, las adicciones, la neurosis histérica o la introversión. (Sí, además de socióloga, juego un poco a ser psicóloga, de atrevida nomás, como hacen tantos otros). Muchos de mis personajes son estereotipos de esos trastornos y tal vez, que me confundan con ellos, hasta me da miedo. “Cuanto más ambigua y sugestiva sea la creación, cuanto más se distancie del creador, mejor es la obra", parece que también dijo alguna vez, aquel escritor que digo que nunca leo y tampoco me canso de citar. Tal vez todos mis personajes se parezcan entre sí, en tanto mujeres artistas de la época que nos toca vivir en el país en el que nos toca vivir. Probablemente, a pesar de tanta revolución femenina, todavía tengamos pensamientos, deseos, sentimientos, miedos, aspiraciones, actitudes, que nos hacen iguales.
Hay gente que prefiere solo la literatura no realista para evadirse, o hacer juegos mentales, hay otros que la rechazan y solo leen realismo. Adolfo Bioy Casares decía sobre la palabra “fantástica”: “Durante mucho tiempo con Borges la usamos con algún recelo. Nos sugería la imagen de una señora lanzando gritos de placer: “¡Fantástico, fantástico!”. Me pregunto si tanto yo, como Borges y Cortázar no seremos culpables de una moda literaria, que aburrirá a futuros lectores”. Un miedo que tenemos que rechazar forzosamente si nos detenemos a ver un poco la historia de la narrativa. Para quienes encuentran la literatura “fantaseosa” (¿se dan cuenta de cómo cambia el término según su valoración?), un defecto, hay que decirles que esta siempre tiene un contacto con la realidad, solo que menos directo, que necesita un esfuerzo, una mente trabajadora, no perezosa, que logre hacer esas conexiones y vínculos. Es decir que propone un crecimiento que nos hace inteligentes. Y tampoco debemos perder de vista que, la humanidad, desde que empezó a contar historias, lo hizo desde lo sobrenatural primero, y la realidad “objetiva” después. Sino lean los textos más antiguos jamás escritos, como los griegos y la Biblia. La literatura no realista se reinventa constantemente y tiene existencia para rato.

domingo, 13 de noviembre de 2016

No me confundas (cuento)

   Yo creo que todo esto me ocurrió gracias a que hacía mucho tiempo que estaba desempleada. Una, en esos casos, siempre desespera. Y quiero dejar bien claro que mi situación se extendió a varios meses, no por cuestiones de mala voluntad, porque ya casi llevaba un año buscando y buscando en vano. La culpa es de este país tercermundista y pobre, donde las pocas oportunidades son siempre para los que ya nacen privilegiados. Aunque también tengo que admitir que en un principio, había descartado algunas opciones no tan malas, y simplemente porque que no me gustaban y porque no tenían nada que ver con mi vocación artística. Yo había pensado en un comienzo, que el trabajo debía ir acompañado del gusto. Ahora pienso que eso era tremenda ingenuidad, porque, por algo Dios castigó a Adán en el libro del Génesis, diciéndole que tenía que trabajar para ganar el pan. De acuerdo, no soy creyente. Pero la persona que escribió eso, inspirada por vocación religiosa o no, ya tenía las cosas mucho más claras que yo, hace varios cientos de años atrás. Pero finalmente, pasó, y justo cuando comenzaba a desesperar: vi un aviso en un periódico. Era un poco extraño, pero rezaba que estaba muy necesitado de personal para una tarea rural, al aire libre, y no especificada. Decía que el aspirante debía dirigirse a una oficina donde sería asesorado.
   Generalmente no pienso demasiado cuando se presenta una oportunidad en este tipo de circunstancias y eso ha sido siempre un error. Soy egresada de la Universidad de Bellas Artes. Lo mío nunca fue el rubro rural, pero al menos, consideré, el paisaje podría ayudarme en la inspiración en mis horas libres y así podría pintar otra vez. La depresión de estar sin empleo me había vaciado la creatividad y necesitaba un cambio.
   El edificio al que tenía que dirigirme no quedaba lejos. En tan solo unos minutos de viaje en ómnibus estuve ahí. Recuerdo que la oficina era inmensa y había demasiada gente. Me pregunté por qué nunca  antes había reparado en ese lugar. Una enorme arquitectura en medio del centro, donde uno pasa todos los días. Llegué a la conclusión de que las ciudades, aunque pequeñas, tienen mucha información y uno por lo general pasa de un lugar al otro sin mirar lo que tiene a sus costados. Tiene sus sentidos totalmente apabulla-dos y la mente repleta de preocupaciones. El interior de estas oficinas estaba todo decorado en diferentes matices de verde. Es bastante usual que yo me fije en cada lugar al que entro, en la decoración y en los colores, pero esto me llamó decididamente la atención. No estaba segura de si me era agradable o no, solo que tanta monocromía era inquietante. Le empresa se llamaba EL VERDE, por supuesto y en un cartel había un eslogan que declaraba: «Verde que te quiero verde...» Sabía que se tendrían que estar refiriendo a un poema, pero no podía acordarme del autor. En ese contexto parecía hasta una ironía de mal gusto.
   En frente del mostrador había una larga fila de desesperados como yo. Rostros lánguidos, largos, tristes, pálidos. Encontré que la cara de quien nos entregaba los boletos era sospechosa. Es que entre tantas personas al borde del suicidio, su sonrisa y su amabili-dad eran un insulto. Debí darme cuenta de que algo andaba mal cuando noté que al igual que todos los que  realizan negocios sucios, además de ser súper simpático, hablaba demasiado. Al llegar, me dio un boleto de ómnibus y me dijo lo mismo que a todos los que estaban delante:
—Hola, buenas tardes. ¿Cómo estás? Aquí tienes. Parten mañana. A las 7 en punto tienen que estar en la puerta de esta oficina. ¿Alguna duda?
   Tenía unos 40 años, pensé (el señor, yo no, en ese entonces era bastante joven y crédula). Tenía el pelo claro, pero no supe decidir si era canoso o muy rubio. Era un poco abundante en carnes. Sus ojos eran verdes, como su vestuario. Sus dientes, de un matiz ama-rillento pero que no llegaba a ser desagradable. Parecía un extranjero y el rosado de sus rechonchas y lisas mejillas atenuaban la monocromía del lugar.
—Pero debe haber un error —protesté— no vine por un boleto de ómnibus, vine por el aviso de trabajo.
—Claro, pero es que van al lugar, les hacen una capacitación, los ponen a prueba...
—¿Sin entrevista? ¿Qué es lo que tenemos que hacer?
—Bueno, yo solo reparto los boletos, no puedo saber más nada, solo que van al interior del país y allí supongo serán entrevistados como tú dices —el «tú» empezó a generarme fastidio— y después se dispondrán a trabajar un poco en el lugar... será el tipo de trabajo típicamente rural —sospeché que el individuo nunca había visto el campo ni en la tele.
—Con quién puedo hablar, sino... 
—No tengo la menor idea. Pero allí está la sección INFORMES...
  En efecto, hacia mi derecha estaba dicha sección. Había una inmensa fila frente al pobre rostro a quien le correspondía atender al público. Así que le dije:
—No, déjelo así. Me enteraré cuando llegue —después de todo el boleto era gratuito.
   Más tarde comprobaría que mi falta de paciencia iba a ser el error más grande de mi vida.
   No dormí casi esa noche. Tuve un inquietante sueño en el que una marea verde me aprisionaba y asfixiaba.
   El chofer tampoco me gustó. Era más viejo que el gordito de la oficina y también sospechoso, pero de una manera más obvia. Para empezar, no tenía el vientre abultado de los choferes. Era muy delgado y alto. Además pálido y demacrado, sus pómulos no eran de este planeta y tampoco hablaba nada. No llegó nunca a ser descortés, pero sí demasiado silencioso, excepto cuando pareció reprocharme que no estuviera vestida de verde como el resto. No había mirado a los demás así que no estaba segura de si era cierto. Observé que  sus movimientos eran automáticos. Cuando me cortó el boleto y me lo devolvió me di cuenta de que nunca había reparado en el papelito. Era un boleto verde. No figuraba ninguna otra cosa más que la fecha, la hora, y el nombre de la empresa. Me pareció extraño que no tuviera la parada, ni el destino. Por un leve momento tuve miedo de que el destino fuera uno solo y en un solo sentido. Qué tal si nos raptaban y nunca regresábamos. Pero claro, yo miraba demasiadas películas, quizás. La línea de ómnibus tenía el nombre de la empresa, y efectivamente adentro era todo de un color verde pasto. Por fuera, por dentro, los asientos, bañados en verde, el piso, todo. A la gente le pareció fantástico, era algo así como viajar entre la naturaleza hacia la que nos llevaban. O a lo mejor lo fingían para que vieran que eran buenos trabajadores, de esos entusiastas y conformes con todo. Una real estupidez porque no había ningún empleador a la vista. De pronto noté que los pasajeros iban también efectivamente de verde. Todos. Estuve un rato pensando en eso y entonces recordé que el gordito de la oficina me había dicho, rápido en un grito que hacía el intento por remediar un olvido:
—Recuerde que tiene que llevar vestimenta verde. Hasta que le encontremos un uniforme. 
   No sé por qué había olvidado eso. Tal vez porque suelo tener mis reticencias en torno a esta obligación social de estar uniformado. Recordaba haber vaciado mi ropero tratando de elegir qué ponerme, descubriendo que ninguna de mis prendas se había revelado de ese tono. Creo que estaba de bordó y blanco.
   Cuando me senté en el asiento que me correspondía, la señora cuarentona que iba a mi lado me dijo:
—¡Eh! ¿Por qué usted no está de verde?
—No tengo ropa de ese color.

—Pero, muchacha, estamos a prueba. Parece que ni quisieras conseguir el trabajo. A veces hay que hacer esfuercitos. Yo tengo cuatro hijos, casi ni comimos en una semana para ahorrar la plata para comprarme este vestido. Es usado, pero supongo que sirve.
—¿Pero por qué tenemos que estar todos iguales? Además, señora, trabajar de vestido no es cómodo.
—Lo importante no es estar cómodo, sino cumplir con las reglas.
—Absurdas... —dije yo y ella me lanzó una mirada durísima. Esa que hacen las madres para reprender a sus hijos desobedientes.
—Todavía no sabemos lo que vamos a hacer. Yo tengo la esperanza de que me pongan a cocinar. Supe  ser asistente de chef cuando las cosas en el país eran diferentes, claro. ¿Cuál es tu rubro?
—Bellas artes.
—Ah, pero mirá qué lindo...

Era lo que siempre decían. Cuando uno se dedica a las artes es siempre lindo. Nunca feo. Tampoco interesante, o complicado, o necesario, trabajoso o importante. Lo que dijo a continuación también me lo han dicho siempre:
—Debe ser difícil vivir de eso... —Yo sabía que ese de tipo de comentarios también encerraban la opinión de que había elegido algo equivocado, aun sabiéndolo.
—Sí.
   Luego me hice la que me disponía a dormir para evitar más conversación. Pero la señora no se dio por aludida y empezó a realizar una narración y una descripción de su vida. De cómo se había casado con un dentista y de las veces que habían bromeado con que él, venía a arreglarle los dientes careados a los que con-sumían tanto sus tortas y dulces, porque en esa etapa, antes de trabajar en un restaurante cuatro estrellas, era repostera y confiera y además delgada y con un cuerpo maravilloso, que ahora era muy difícil de adivinar. Luego ambos habían subido de peso como ocurría en todo matrimonio y después con la crisis la gente había dejado de ir a restaurantes y otros de arreglarse los dientes y entonces vinieron los problemas económicos y la bebida. Él no tenía la culpa, pero su madre le había dicho que lo mejor era deshacerse del borracho inútil. Además la había golpeado en más de una ocasión. Era una lástima que él cambiara tanto, porque los niños lo extrañaban. Finalmente, había terminado por criar cuatro hijos varones ella sola, y empecé a dormirme en serio cuando comenzó a hablarme de cada uno de ellos...
   Para peor, el ómnibus parecía desplazarse a una velocidad de 5 kilómetros por hora. Se iba más rápido trotando. Pronto todos tomamos una siesta y el ánimo de la gente fue el que se genera cuando se está de excursión: sin ningún nervio o apuro. A mí, por el contrario, me tenía desesperada tanta incertidumbre y tanto insistir con el verde. Pero de pronto, para mi alivio personal, noté que la señora estaba dormida. Había cambiado su cháchara interminable por ronquidos, que eran casi lo mismo. Así que pasados unos cuantos kilómetros, ya adentrándonos en la tranquilidad del campo, decidí intentar disipar mi mal humor, observando el paisaje casi distraídamente a través de la ventanilla. A los costados de la carretera comenzaba la Nada. Esa nada verde, que es nuestro campo, a veces  salpicada de vacas: una allá, otra más acá, otra, a lo lejos. De a ratos me ganaba de nuevo el pesimismo y me daba por preguntarme cómo carajo podían haber dejado tanto espacio improductivo en este país. Cuánto latifundio con tanta gente desempleada. Tal vez esta extraña empresa venía a tratar de remediar el problema. Me pregunté por primera vez qué producirían.
—Parece que el rubro tiene que ver con el turismo —dijo un señor pelado en algún momento.
   De pronto la lluvia se precipitó, con todas sus ganas, a contribuir con mi tedio. Después de un rato aminoró, pero la humedad persistía en su maldita costumbre de ablandar todo aquello que toca con sus dedos pegajosos. Mientras, seguía mirando por el vidrio empañado de la ventanilla y aprovechaba para dibujar sobre el vidrio, dejando pasar lentamente mi desganado dedo índice. Comprendí que a veces el verde y el gris no se llevan. De a poco y a medida que avanzábamos, la espesura de lo verde comenzó a adueñarse de todas las cosas, incluyendo lo gris. Ya no se retenía ni el menor atisbo del cielo, ni del asfalto de la ruta. Todo estaba tupido, como en una selva.
—¿Estamos en una selva? —dije en voz alta. Todos habían estado dormidos hasta ese momento y se sobresaltaron al oír mi comentario. Alguno profirió alguna clase de improperio que consideré dejar pasar.
—Estamos en el destino —dijo el chofer— Pero nadie se baje, quédense en su lugar. Ya recibirán órdenes.
   No me gustaron varias cosas: que hubiera que seguir órdenes, que ese fuera el destino, que todos obedecieran, recordar que Uruguay es un país con muchas zonas rurales, pero no selváticas.
—¿En qué país estamos? —pregunté.
—En Uruguay, muchacha, ¿dónde más?

   Era todo muy obvio para los demás. Hacía mucho tiempo que no viajaba a las zonas del interior, así que tal vez con el calentamiento global las cosas hubieran cambiado.
Me perturbé cuando empecé a no notar mucho la diferencia entre el exterior y el interior. Tanto verde con tan poca luz era un problema.
—¿No pueden encender una luz acá atrás? —manifesté.
—Pero qué desubicada. Primer día de trabajo y ya reclamando cosas. Esa no va a durar nada, —dijo una voz. No sé si la misma del anterior improperio vulgar.
—Además no está de verde —observó otra muchacha como yo pero más conservadora y metiche.
—Eh, ¿por qué no estás de verde? —dijo otro. Decidí no contar todo de nuevo y resoplé, derritiéndome en mi asiento.
   De pronto, aburrida de la situación, me puse a mirar el techo del ómnibus, y me pareció que veía ramas, que se apoderaban de él, desde el lado de adentro, y que también lo envolvían, como haciendo una especie de capullo. Sintiéndome muy nerviosa, me puse a intentar percibir mejor el lugar donde nos encontrábamos y al dirigir mi mirada hacia la ventanilla, divisé una pierna desnuda que se apresuró a esconderse entre unos arbustos. Con sorpresa y horror, vi que también era verde. De pronto, muchas piernas y muchas manos verdes se veían camufladas de entre la reminiscencia de la lluvia, los árboles y pastos. Hasta hacía un momento, mi vista, no tan acostumbrada a tanta monocromía, no lo había notado, necesité horas para empezar a distinguir tantos verdes como los blancos de los esquimales. La cuestión es que entre las innumerables plantas, surgían unas manos que eran desmesuradamente grandes y arrastradas con indolencia, y también percibí unos ligeros pies. Las caras desdibujadas en la distancia no eran del todo humanas, pero se asemejaban bastante. Todos se mostraban muy habilidosos, cuando afanosamente trabajaban en algo que no alcancé a entender ni distinguir.
En el ómnibus, reinaba el silencio total. Podía oír los golpes acelerados que ejecutaba mi corazón en el pecho. Y a sentir el sudor frío en la nuca. Comencé a intentar explicar lo que estaba viendo, pero en la locura de mi situación, solo alcancé a emitir unos ininteligibles aullidos. Lo que quería expresar era que éramos presa de un ataque alienígena. Pero los demás viajeros estaban ahora inmóviles. Ninguno reaccionó, ni siquiera se volteó para verme. Tenían los ojos muy abiertos, como mirando algo que estaba lejos. A lo mejor estaban todos en estado de shock. Realmente no era algo que yo pudiera solucionar.
   De afuera, a pesar del vidrio empañado, podía observar a los sujetos, desnudos, todos verdes, con sus manos gigantes, yendo de acá para allá. De pronto, una de las caras se acercó tanteando mi vidrio, como inspeccionando el objeto, y ahí grité. Que quería salir, que quería zafarme. Esas caras: caras que no eran caras, y eran todas verdes. Eran horrendas, sin pelo, sin nariz, de ojos muy pequeños y separados. No tenían labios pero sí colmillos... No obstante habían sido caras una vez. Tenían que haber sido humanos. Los colmillos comenzaron a hacerme pensar que nuestras vidas estaban en peligro. Sin embargo, no hacían nada, no se mostraban hostiles, sino algo curiosos, y casi invariablemente continuaban con su tarea, ignorándonos, caminando por encima del mismo vehículo y arrastrando sus instrumentos de trabajo. Cuando alguno se detenía movido por la curiosidad a olfatear lo que había dentro, (como ese que se acercó a mi ventana) un látigo les golpeaba la espalda y los devolvía a su labor. En ese momento dejé de sentir miedo y sentí pena. A lo mejor en lugar de querer devorarnos solo pedían ayuda o advertían sobre algo. Claro que a uno, cada vez que ve monstruos de otro planeta, siempre se le ocurre pensar mal.
   El tiempo pasaba, sentía de pronto unas piernas pesadas caminar por el techo del ómnibus, subir, bajar, algo que se arrastraba. Sonidos todos de trabajo. Pero dentro del ómnibus nadie desesperaba, nadie quería irse, nadie salía de su estúpido trance. El silencio reinaba por completo. Me pareció que ya era algo exagerado, entonces tomé el brazo de la señora de al lado. Pensaba sacudirlo, para ver si reaccionaba, pero una horrible sustancia viscosa y verde que segregaba su piel me repelió. Todos los pasajeros estaban igual, untados en esa mucosidad. Limpiándome la mano en el pantalón, me acordé del chofer y decidí ir hasta donde estaba para pedirle  auxilio, una explicación o para ofrecerme a ayudar. Me acerqué lentamente cuando escuché su voz, pero su voz era otra, y estaba en un idioma que no entendí y conversaba con otra voz, que más bien era muchas voces a la vez. Me coloqué en un lugar en el cual no pudieran verme y espié: el chofer venía hacia los asientos. Pero ya no era el chofer: el verde le había tomado la cara, las manos, los brazos, todos los trozos de piel que pudieran verse. Su cara no era una cara. Lo único que persistía como rasgo reconocible era el par de exagerados pómulos.
   Absolutamente espantada vi cómo despertaba a los que estaban en trance, entes que minutos antes eran humanos, pero ahora eran esas cosas verdes. Intenté no desesperar, miré hacia el asiento de la que había viajado conmigo: demasiado tarde. Ahora sentía pena por la señora.
   Abrí la puerta y escapé. Hacia dónde, no sabía, pero corrí por donde me pareció más despejado. Sonidos de insectos o cosas por el estilo se despertaron a mis espaldas. Y tuve la sensación de que me perseguían. Pero no podía distinguir nada entre tanto verde. En un momento giré mi cabeza para ver lo que dejaba atrás: las gentes verdes y calvas salían del vehículo, se despojaban de sus ropas y del resto de sus cosas y tomaban herramientas, otros seres verdes pero que parecían un  poco más evolucionados les decían mediante aullidos a dónde ir. Me estaba alegrando por no ser uno de ellos, y de pronto noté que me equivoqué al subestimar su inteligencia y la perfección de su sistema. Una de esas tremendas manotas se aferró a mi hombro derecho, y sentí la descomunal fuerza de esas bestias trabajadoras. Una voz que pareció ser algo así como de una mujer-insecto, salió de esa boca inmóvil:
—Debes retornar a tu sector —carraspeó, mientras me señalaba un árbol y me daba un balde y un pincel. Con pintura verde.
—¿Y con esto?
—Tenés que pintar todo de verde —dijo, pero en su idioma raro. Eran solo unos sonidos inarticulados, pero los entendí.
—Pero ya está todo verde.
—Ese es tu trabajo.

—¿Y los demás? ¿De qué trabajan? Me miró como si no entendiera por qué quería saber eso.
   Bueno, por lo menos era pintora. No podía estar tan mal. Tal vez los otros trabajos fueran peores. Algunos tendrían tareas tales como recoger las heces y cosas así. Porque siempre hay uno que tiene que recoger las heces y es mejor que no le toque a uno y muchas veces, cuando las cosas se ponen muy, muy mal, lo que hago es acordarme de individuos como estos. Luego el monstruo me empujó hacia el árbol y me señaló unas hojas en la copa que estaban marrones.
—¿Y a esto cómo subo?
Me miró con una cara muy inexpresiva, que sin embargo manifestaba que ese no era su problema.
   Me puse a pintar el tronco, que era verde, pero juzgué que no lo suficientemente. Al menos me daría tiempo para pensar en un plan. Y sin darme cuenta, estaba trabajando.
   Con el correr de los días, me entusiasmé mezclando diferentes matices de verde. Uno para el tronco, otro para el pasto, otro para diferenciar plantas. De vez en cuando recibía un latigazo:
—¡Más rápido! —decía el látigo. Y a veces:
—Con ese verde, no.

   Yo consideraba que tendrían que estar satisfechos con mis iniciativas, tenía ideas de nuevas tonalidades que enriquecerían el cuadro del lugar que quería ofrecérseles a los turistas. Bueno, no sabía si eso era lo que estábamos haciendo, pero decidí que lo era. Preparábamos el campo o la selva o lo que fuera para cuando vinieran extranjeros. Y solo porque necesitaba darme una explicación a lo que estaba haciendo.
Pero a mis superiores no le gustaba que fuera creativa, había órdenes que cumplir, el verde lo proporcionaban ellos. Había algunos colores que no me gustaban, dije, un día, pero me silenció un látigo.
   No hablaba con nadie, lo había intentado, pero creo que mis compañeros no me entendían y por lo general solo querían hablar de lo que habría para cenar o de cuántas horas faltaban para terminar el primer turno. Terminé desistiendo, pero porque también cada vez que te veían conversar, había látigo.
   No descansábamos casi nunca, solo para comer dos veces al día. Nos daban alguna sustancia que tenía la consistencia de la carne, y que era algo dura, en realidad no podía asegurar que fuera realmente carne. Y luego a dormir. Es lo que pasa cuando el horario es cortado. No iba a poder inspirarme en el paisaje y pintar artísticamente como había planeado. Además el único color que había era el verde y ya no me permitían mezclar. Solo pintar. La rutina comenzó a exasperarme y también la mujer insecto me estaba alterando los nervios, dado que me vigilaban cada vez más.
   Pero llegó el día en que me pegó tanto que se pasó con el látigo, y a través de las heridas, descubrí que a pesar de que mis piernas y brazos habían cambiado, hasta ser tan verdes como los de los demás, mi sangre seguía siendo roja. Al menos tendría dos colores para pintar.
   Tomé mi sangre con el dedo índice, como si fuera pintura. Realicé un rostro feliz en un tronco de un árbol, lo mejor que pude. Después seguí trabajando. Al rato, muchos de mis compañeros comenzaron a asomarse y a emitir alaridos. Señalaban el tronco y a mí. Al principio creí que alababan mi obra de arte, pero luego me fui dando cuenta de que estaban llamando a la superiora. «Margaritas a los cerdos», pensé.
   Cuando vino la mujer, profirió unos sonidos que daban a entender que no iba a tener comida por dos días. Y que de seguir así, podría yo misma transformarme en la de los demás.
—¿Cómo...?
—¿Y vos qué te creés que les damos de comer?

   El castigo era atroz. Inhumano. El que desobedecía se convertía en plato de comida para sus compañeros. Y yo que me había preguntado qué había pasado con algunos a los que había visto rebelarse antes. Todos desaparecidos, sin explicación. Pero a pesar del descubrimiento, estaba feliz, porque yo los había insultado. Había descubierto una manera de romper las reglas.
   A instancias del hambre, empecé a alimentar ideas en mi mente. Hasta que una tarde, me dirigí a un sector  muy lejano, bastante solitario y tupido y llamé desde ese lugar a mi capataza. Nos podía oír desde kilómetros. Vino volando con sus alas viscosas de murciélago. Que yo no tenía, claro. Y ahí cometí el crimen. Tenía dudas al comienzo, pero de todos modos lo intenté. Mientras todavía se hallaba volando, la derribé asestándole el cubo de pintura en el rostro. Me las ingenié para matarla con unas lianas y después llené el cubo nuevamente con su sangre.
   Al otro día, la selva amaneció roja. Aproveché para extender mi expresividad creativa. Todo ese tiempo había estado bloqueada, pero ahora se me habían ocurrido muchas cosas. Arte realista, arte abstracto, impresionismo, cubismo, todos los ismos posibles. Simplemente eché a volar la imaginación y el pincel. Dibujé una historia de hombres azotados por otros hombres.
  Enseguida se armó conflicto: aullidos, sollozos, risas, violencia. Cuando llegó otro capataz a ver qué era lo que ocasionaba tanto desorden, dio a entender que daría beneficios a quien me atrapara sin vida: y raciones extra de comida no eran desdeñables cuando se pasaba hambre. Es que sabían muy bien que la mejor manera de controlar a un ser humano es tenerlo siempre al límite en sus necesidades físicas básicas. Y así empezaron una persecución frenética e incansable  otra vez. Corrí desesperadamente y logré trepar a un árbol. Varios días de práctica para alcanzar las copas me habían hecho ágil.
   Fue como desaparecer para ellos. Pasaron los días, me alimenté de la lluvia y de las frutas del árbol. Vi cómo limpiaron la selva. Cómo todo comenzaba a ser normal y verde de nuevo. Se cansaron de buscarme, de odiarme, de hablar de mí, se olvidaron de lo ocurrido y se restablecieron los horarios de trabajo otra vez.
   En algún momento mientras duró mi escondite, empecé a delirar de fiebre. Hasta tuve una pesadilla. En ella estaba en un edificio, todo gris, tenía un despertador y que levantarme todos los días a la misma hora. Después caminaba sin ganas por una ciudad también gris hacia unas tareas que odiaba, en una oficina minúscula, con un jefe absolutamente detestable. Me oí a mí misma gritar aterradoramente y eso me despertó. Temí que mi grito fuera escuchado por los otros también y que me encontraran, pero fue amortiguado por el capullo que me envolvía. No sabía cuánto tiempo debía de haber permanecido dormida dentro de él. Desesperadamente, comencé a destrozarlo. Me sentí como en esas películas de vampiros, en las que tienen que salir de su propia tumba.
   A la luz, comprobé que seguía siendo verde. Pero descubrí que a partir de entonces tendría alas, de esas horribles que parecen de murciélago y son, además pegajosas. Como las de la capataza. Alas al fin y al cabo. Cuando pasaba eso usualmente a uno lo subían de rango y le daban un látigo. Lo que también significaba más raciones de comida. La expectativa al principio, debo confesar que me fue realmente tentadora, pero simplemente decidí que no era lo que quería para mí. Extendí las alas, las dejé secar y luego torpemente, me inicié lejos de allí.
   Entonces hace tiempo que vuelo de un lugar a otro. Vivo de lo que encuentro, pinto y escribo. Para mí misma o para quien encuentre lo que hago. Para no sentir la soledad y no perder aquellos resabios de ser humano. A la ciudad en semejante estado es impensable retornar. Se armaría un escándalo, tal vez me buscaran para matarme, disecarme, ponerme en un museo. No podría hacerles entender nunca que soy un ser humano. Así que tengo pensado vivir en las montañas, o en un desierto. En cualquier lado donde no crezcan árboles, ni plantas, ni pasto.



Del libro 10 relatos de una mujer placard. Año 2016.

La mujer placard (cuento)



   La televisión siempre encendida a todo volumen. Se oyen las voces agudas de los cubiertos, junto a otros chillidos habituales del almuerzo. A eso se suman las discusiones cotidianas de una familia desconocida y familiar a la vez. El perro que se rasca las pulgas, el gato que ronronea plácidamente una vez más entre el canto de algunos pájaros y el zumbar de las abejas, lejanas por suerte. La misma sinfonía suena todos los días y yo me pregunto cómo pue-den vivir así. Todo este paisaje sonoro me acompaña desde hace horas, y tengo la sensación de que también, años. Estoy esperando el taxi y de pronto me percato de que la parada, debe de dar al patio trasero de la casa de mi infancia. O de todas las infancias. Está tan descuidado y tan dejado todo que para llegar a él tuve que pasar por entre  el pasto nunca cortado, algunos juguetes rotos, papeles, esa basura de otros lados que suele traer el perro y los árboles y ramas que crecen despreocupada y descontroladamente. En eso me ensucié terriblemente los zapatos con esta arena pegajosa y sucia que insiste en no dejar de molestar. A decir verdad, los tacos me salieron caros y son los únicos que hacen juego con este pobre e ilusionado trajecito rosa viejo. Sí, tengo que admitir que solo me lo puse especialmente para verlo a él, porque él me dijo una vez que le gustaban las mujeres de traje y yo tengo que verlo una vez más, aunque en el fondo sepa que lo único que le interesa de mí es disuadirme de la publicación de otra crítica negativa. Sé que estoy jugando sucio y que es su vida, su trabajo. Pero algo tenía que hacer para llamarle la atención. Mis dedos se aferran nerviosamente al maletín que contiene las palabras que podrían destruirlo. Tal vez esté desesperada, pero no quiero aparentarlo. No puedo. Porque eso les funciona a ellos, a nosotras no. No nos hace parecer románticas, sino patéticas. Y entonces, pensando todo esto es que hace unos segundos solamente me vi a mí misma de pronto, en la ventana de la casa, mirándome. Aunque sea una locura, la adolescente en esa ventana soy yo.
   Según ella, que sigue todos los protocolos, el día de la madre es un día obligado para tener a todos en familia. Y  yo que justo me había propuesto hacer coincidir al paraguas y la máquina de coser en la mesa de disección... pero el bullicio de la tele, las discusiones entre mama, papá y mi hermano y el perro y las últimas migajas del mediodía, no puedo concentrarme. Ella debería estar contenta, por fin tiene el placard ese que quería. Donde puede guardar todos sus artilugios de cocina por separado y de forma ordenada como le gusta. Pero no. Como la mayor parte del tiempo, se queja de que no le prestamos atención. Fundamentalmente de que papá no le presta atención. Pero de mí siempre dijo que yo paso demasiado tiempo callada, así como pensando y en otro planeta y que después no hay quien me saque de la computadora. Pero no se da cuenta de que todo lo que yo digo le molesta y la hace enojar, y por eso es que últimamente estoy prefiriendo hablarme a mí misma, así, de esta manera. Ella no entiende que mis deberes para con la vida familiar están entorpeciendo mi futura carrera como escritora. Que yo no quiero ser como ella. Esposa, madre y ama de casa. Quiero escribir cien libros y vender millones de copias. Y ahí, entre una discusión desganada que va y viene, de pronto la veo, con su traje color rosa. Parece una pobre loca. Parada justo detrás, casi sobre el patio de casa. Merodea como un espectro o fantasma. Hace días que la veo ya. Me pregunto si los demás, siempre tan ocupados en lo suyo, podrán verla también Está ahí, sola, e insiste en esperar allí algo que probablemente nunca vendrá. Yo también espero algo, no sé qué es, pero de seguro no es lo mismo. Entonces se me da la sensación de que tal vez es como verme a mí misma en el futuro y me imagino yendo hacia ella e intentando convencerla de su absurdo. Me gustaría decirle que no puede su vida depender solamente de ese hombre. Recordarle todos los sueños que tuvo de adolescente y que está abandonando. Y de pronto, mi atención se desvía para otro lado. Aparecen esos tipos, borrachos y cantando. Van con botellas de cerveza y a los gritos. Lo cual es una vergüenza porque en realidad diviso que son policías y que acaban de sacar un cuerpo del río. Otro más, porque últimamente son muchos. Ahí van, en filita por la calle, con su funesta carga. Es una mujer la que llevan. Un horror, pensar que antes una muerte era cosa seria. Llevan el cadáver de lo que parece una pobre novia en una miserable bolsa de basura negra. Arrastrándola por el piso, así, como si fuera nada. Todavía tiene el vestido puesto. Blanco, empapado y embarrado.

—¿Qué pasó? ¿Y esa quién es?

—No sabemos, la encontramos ahogada. Se habrá tirado por el puente. Una pobre mujer sola y triste.
De pronto se rasga el nailon y sale su cabeza para afuera. Tiene toda la cara amoratada y los ojos bien grandes y abiertos. Ahí ellos se detienen e intentan torpemente cubrirla, mirando para los costados, cuidándose de que nadie los haya visto en su negligencia.
Y ella también soy yo.
   Ahí están las dos, mirándome. Como si no supieran que este es su futuro. Una, con toda la vida y la esperanza del mundo por delante. La otra, ya con bastante poco, tanto de una cosa, como de la otra. Recuerdo por aquellos tiempos aún, cómo había influido en mí la historia de esa mujer que a pesar del destino, había decidido obrar según sus sentimientos, violando las leyes de los hombres y deshonrando la de los dioses, tan sólo para enterrar a su hermano. Esa historia nos había unido, porque a él justo se le había ocurrido dirigirla en una versión más contemporánea y yo, sin conocerlo todavía, le había hecho una muy mala crítica en mi blog. Pero eso había servido finalmente para que él viniera, hasta casa, por supuesto que a insultarme, pero sin saberlo, con el tiempo puso un austero remedio a mi soledad, y así, mientras conversábamos de Antígona, mi heroína predilecta, recorríamos los vacíos aposentos de mi casa. Él rellenaba los huecos de mi cuerpo y sin quererlo, también los de mi corazón. Pero un día, que iba a la cocina y sacaba del viejo placard heredado de mi madre que había fallecido dos años atrás, unas ordinarias tazas donde hacer un ordinario café, pensé que era hora de mostrarle más que eso. Así que entre café que va y viene, abrí todos los cajones de mi cuerpo y empecé a sacar todo lo que había en él: ositos de peluche, unos candados forzados, alguna lágrima de cristal, los cubiertos y manteles de mi madre, mis canciones preferidas, un gato muerto, un corazón reparado, un caleidoscopio que miraba hacia nuestro futuro, y para finalizar, serpentinas de colores. Hasta le mostré algunos cuentos que había hecho, cuando aún creía que podía ser una escritora famosa. Antes de convertirme en crítica, claro. Cuentos que no le había hecho leer a nadie. Quería que viera que yo no era tan pesimista como decían. Y luego le mostré lo que guardaba en uno de los cajones de mi vientre, y sacando una espada de esgrima del cajón de mi cadera derecha, clavé la punta en el ojo izquierdo del niño varón, y después en el ojo derecho de la niña mujer, diciéndole que nuestros hijos no tendrían ojos para la televisión. Entonces él, espantado, huyó. Las mujeres que están ahí paradas mirándome no lo saben, pero él huyó para jamás volver. Y van a tener que colocarse el vestido de novia que compraron en secreto y luego de eso se sumergirán lentamente en el río.


Del libro 10 relatos de una mujer placard. Año 2016
10 relatos de una mujer placard acaba de salir este 2016 a la venta en librería Ruben (Tristán narvaja 1736)  y cafetería del teatro Solís.

¿En qué consiste el libro?

Es un conjunto de 10 relatos fantásticos, absurdos, surrealistas, insólitos, de ciencia ficción. Podemos darle a cada uno de ellos una etiqueta diferente que explique su relación con lo real.
En todos se usa el mismo procedimiento: se parte de una imagen onírica que le ocurre a su autora y a partir de allí, el desafío de encontrarle una conexión con una realidad universal.
En todos hay una narradora interna que es, o bien protagonista o testigo de unos hechos que en medio de su rareza, vienen a cuestionar su modo de vida, a ponerlo en tela de juicio, o a cambiarlo.
El lector, en la mayoría de los casos, deberá desentrañar el sentido detrás de las imágenes irreales y sentirse identificado y sacudido, abriendo sus cajones internos, explorando, preguntándose a sí mismo acerca de su relación con su medio familiar, educativo, laboral, en definitiva, social.

En este blog se comparten los dos primeros relatos que abren el libro. Están invitados a comentar.