domingo, 13 de noviembre de 2016

La mujer placard (cuento)



   La televisión siempre encendida a todo volumen. Se oyen las voces agudas de los cubiertos, junto a otros chillidos habituales del almuerzo. A eso se suman las discusiones cotidianas de una familia desconocida y familiar a la vez. El perro que se rasca las pulgas, el gato que ronronea plácidamente una vez más entre el canto de algunos pájaros y el zumbar de las abejas, lejanas por suerte. La misma sinfonía suena todos los días y yo me pregunto cómo pue-den vivir así. Todo este paisaje sonoro me acompaña desde hace horas, y tengo la sensación de que también, años. Estoy esperando el taxi y de pronto me percato de que la parada, debe de dar al patio trasero de la casa de mi infancia. O de todas las infancias. Está tan descuidado y tan dejado todo que para llegar a él tuve que pasar por entre  el pasto nunca cortado, algunos juguetes rotos, papeles, esa basura de otros lados que suele traer el perro y los árboles y ramas que crecen despreocupada y descontroladamente. En eso me ensucié terriblemente los zapatos con esta arena pegajosa y sucia que insiste en no dejar de molestar. A decir verdad, los tacos me salieron caros y son los únicos que hacen juego con este pobre e ilusionado trajecito rosa viejo. Sí, tengo que admitir que solo me lo puse especialmente para verlo a él, porque él me dijo una vez que le gustaban las mujeres de traje y yo tengo que verlo una vez más, aunque en el fondo sepa que lo único que le interesa de mí es disuadirme de la publicación de otra crítica negativa. Sé que estoy jugando sucio y que es su vida, su trabajo. Pero algo tenía que hacer para llamarle la atención. Mis dedos se aferran nerviosamente al maletín que contiene las palabras que podrían destruirlo. Tal vez esté desesperada, pero no quiero aparentarlo. No puedo. Porque eso les funciona a ellos, a nosotras no. No nos hace parecer románticas, sino patéticas. Y entonces, pensando todo esto es que hace unos segundos solamente me vi a mí misma de pronto, en la ventana de la casa, mirándome. Aunque sea una locura, la adolescente en esa ventana soy yo.
   Según ella, que sigue todos los protocolos, el día de la madre es un día obligado para tener a todos en familia. Y  yo que justo me había propuesto hacer coincidir al paraguas y la máquina de coser en la mesa de disección... pero el bullicio de la tele, las discusiones entre mama, papá y mi hermano y el perro y las últimas migajas del mediodía, no puedo concentrarme. Ella debería estar contenta, por fin tiene el placard ese que quería. Donde puede guardar todos sus artilugios de cocina por separado y de forma ordenada como le gusta. Pero no. Como la mayor parte del tiempo, se queja de que no le prestamos atención. Fundamentalmente de que papá no le presta atención. Pero de mí siempre dijo que yo paso demasiado tiempo callada, así como pensando y en otro planeta y que después no hay quien me saque de la computadora. Pero no se da cuenta de que todo lo que yo digo le molesta y la hace enojar, y por eso es que últimamente estoy prefiriendo hablarme a mí misma, así, de esta manera. Ella no entiende que mis deberes para con la vida familiar están entorpeciendo mi futura carrera como escritora. Que yo no quiero ser como ella. Esposa, madre y ama de casa. Quiero escribir cien libros y vender millones de copias. Y ahí, entre una discusión desganada que va y viene, de pronto la veo, con su traje color rosa. Parece una pobre loca. Parada justo detrás, casi sobre el patio de casa. Merodea como un espectro o fantasma. Hace días que la veo ya. Me pregunto si los demás, siempre tan ocupados en lo suyo, podrán verla también Está ahí, sola, e insiste en esperar allí algo que probablemente nunca vendrá. Yo también espero algo, no sé qué es, pero de seguro no es lo mismo. Entonces se me da la sensación de que tal vez es como verme a mí misma en el futuro y me imagino yendo hacia ella e intentando convencerla de su absurdo. Me gustaría decirle que no puede su vida depender solamente de ese hombre. Recordarle todos los sueños que tuvo de adolescente y que está abandonando. Y de pronto, mi atención se desvía para otro lado. Aparecen esos tipos, borrachos y cantando. Van con botellas de cerveza y a los gritos. Lo cual es una vergüenza porque en realidad diviso que son policías y que acaban de sacar un cuerpo del río. Otro más, porque últimamente son muchos. Ahí van, en filita por la calle, con su funesta carga. Es una mujer la que llevan. Un horror, pensar que antes una muerte era cosa seria. Llevan el cadáver de lo que parece una pobre novia en una miserable bolsa de basura negra. Arrastrándola por el piso, así, como si fuera nada. Todavía tiene el vestido puesto. Blanco, empapado y embarrado.

—¿Qué pasó? ¿Y esa quién es?

—No sabemos, la encontramos ahogada. Se habrá tirado por el puente. Una pobre mujer sola y triste.
De pronto se rasga el nailon y sale su cabeza para afuera. Tiene toda la cara amoratada y los ojos bien grandes y abiertos. Ahí ellos se detienen e intentan torpemente cubrirla, mirando para los costados, cuidándose de que nadie los haya visto en su negligencia.
Y ella también soy yo.
   Ahí están las dos, mirándome. Como si no supieran que este es su futuro. Una, con toda la vida y la esperanza del mundo por delante. La otra, ya con bastante poco, tanto de una cosa, como de la otra. Recuerdo por aquellos tiempos aún, cómo había influido en mí la historia de esa mujer que a pesar del destino, había decidido obrar según sus sentimientos, violando las leyes de los hombres y deshonrando la de los dioses, tan sólo para enterrar a su hermano. Esa historia nos había unido, porque a él justo se le había ocurrido dirigirla en una versión más contemporánea y yo, sin conocerlo todavía, le había hecho una muy mala crítica en mi blog. Pero eso había servido finalmente para que él viniera, hasta casa, por supuesto que a insultarme, pero sin saberlo, con el tiempo puso un austero remedio a mi soledad, y así, mientras conversábamos de Antígona, mi heroína predilecta, recorríamos los vacíos aposentos de mi casa. Él rellenaba los huecos de mi cuerpo y sin quererlo, también los de mi corazón. Pero un día, que iba a la cocina y sacaba del viejo placard heredado de mi madre que había fallecido dos años atrás, unas ordinarias tazas donde hacer un ordinario café, pensé que era hora de mostrarle más que eso. Así que entre café que va y viene, abrí todos los cajones de mi cuerpo y empecé a sacar todo lo que había en él: ositos de peluche, unos candados forzados, alguna lágrima de cristal, los cubiertos y manteles de mi madre, mis canciones preferidas, un gato muerto, un corazón reparado, un caleidoscopio que miraba hacia nuestro futuro, y para finalizar, serpentinas de colores. Hasta le mostré algunos cuentos que había hecho, cuando aún creía que podía ser una escritora famosa. Antes de convertirme en crítica, claro. Cuentos que no le había hecho leer a nadie. Quería que viera que yo no era tan pesimista como decían. Y luego le mostré lo que guardaba en uno de los cajones de mi vientre, y sacando una espada de esgrima del cajón de mi cadera derecha, clavé la punta en el ojo izquierdo del niño varón, y después en el ojo derecho de la niña mujer, diciéndole que nuestros hijos no tendrían ojos para la televisión. Entonces él, espantado, huyó. Las mujeres que están ahí paradas mirándome no lo saben, pero él huyó para jamás volver. Y van a tener que colocarse el vestido de novia que compraron en secreto y luego de eso se sumergirán lentamente en el río.


Del libro 10 relatos de una mujer placard. Año 2016

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